Soto, policía y mensajero del amor prohibido

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La Noche de los Museos dejó cientos de relatos con payé para los ojos y oídos curiosos. Parejas, solitarios, abuelos con nietos y familias diversas recorrieron las salas correntinas. Y algunas de esas historias rescatadas de pasado, también hablaban de amor.

Parecía que habían pasado siglos desde que dejó su casa, su posición acomodada y su familia en Buenos Aires. Que las tardes aburridas y las reuniones en casa de Manuelita Rosas con sus otras amigas de sociedad habían ocurrido en otra vida. El, por su parte, seguía convencido de que su pasado de cura había sido un error y de que amándose como lo hacían era otra manera válida de servir a Dios. Casi les parecía estar viviendo un sueño, a pesar del largo viaje que ya habían hecho y las estrecheces que habían pasado desde diciembre último, su alegría los hacía vibrar y ella era toda luz.

 

Desde que decidieron hacer un alto en estas tierras, Camila y Ladislao sentían que el rechazo de Corrientes hacia el Restaurador y la Mazorca podría cobijarlos a ellos y al amor que se profesaban. Era una provincia rebelde ante la dictadura que alcanzaba al país convulso y que, entre otras cosas, condenaba también su amor. Pero de todos modos por precaución, decidieron mantener su coartada y continuar con el cambio de nombres. Utilizar los que habían registrado en documentos falsos a su paso por Santa Fe.

Soto, policía y mensajero del amor prohibido

Goya era una pequeña ciudad apacible. El riacho que llevaba el nombre de la ciudad acariciaba una barranca que parecía el resumen del paraíso en la tierra. Ladislao ahora se llamaba Máximo y era su esposo. Ella no tardo nada en asumirse como Valentina. Estando juntos, los días transcurrían cargados de pasión por las noches y dando clases en la escuela que habían organizado durante las mañanas y las tardes.

Se sentían plenos, y eso les daba fuerzas para no pensar en el peligro que corrían. Un ex cura y una señorita de clase acomodada esperando un hijo y dando clases en una modesta escuelita que habían fundado no se podían dar el lujo de llamar la atención.Pero la tensión desaparecía cuando estaban solos.

LA CITA

  • Ella acostumbraba a acicalarse con cuidado cada anochecer. Soltaba su cabellera con rizos marrones y la peinaba con mimo.

A él le fascinaba mirarla mientras lo hacía, y disfrutaba que su mujer se tomara su tiempo para trenzar su cabello, mechón por mechón de su tupida melena, antes de meterse al catre junto a él.

La amabilidad de la gente, la tranquilidad del pueblo y la belleza de sus paisajes eran un entorno perfecto que había colaborado a que bajaran la guardia y que pudieran disfrutar el uno del otro durante los últimos cuatro meses.  Llegaron a pensar que esa felicidad podía durar mucho tiempo.

Mientras ahorraban algo de dinero para continuar con su plan de poner tierra de por medio y llegar hasta Rio de Janeiro, en algún momento fantasearon con la idea de que fuera Goya un refugio más permanente. Su barriga crecía y dentro de ella, el fruto del amor que compartía con su hombre, Ladislao Gutiérrez.

Soto, policía y mensajero del amor prohibido

El desastre llegó sin avisar. Un sacerdote reconoció a Ladislao en una reunión y los delató.

La orden de llevar a los reos de vuelta a Buenos Aires para darles una muerte ejemplar no tardó en llegar. Y a pesar de las súplicas de Manuelita, su padre – Juan Manuel de Rosas – aceleró el procedimiento para que fueran fusilados en Santos Lugares.

Pasaron tres meses desde que fueron detenidos en Goya hasta que les dieron muerte, por amarse, en agosto de 1948.

Al comisario Soto, un correntino que había recibido la orden directa desde las altas esferas del gobierno de Valentín Virasoro, el nudo en el pecho le duro también varios meses. Nunca pudo olvidarlos, y quizás por eso trasmitió el legado.

Cuando los capturó, aún con las manos atadas y los ojos vendados para ir rumbo a su destino final, Camilia – a sabiendas de que su marido estaba cerca – tomó un mechón de su cabello fino y marrón y comenzó a trenzarlo. Lo enroscó con fuerza entre sus dedos largos para conseguir esas figuras artesanales que daban forma a cada trenza. Parecía que todo su amor y la angustia de perderse el uno al otro y al niño por venir se le fuera en su empeño por peinarse. Al terminar, Camila le pidió al comisario Soto que cortara una de aquellas trenzas y se las llevara a su amado, separado en otra celda.

Era lo mínimo que podía hacer por ellos ese hombre que, en parte cómplice de los amantes condenados, sufría por tener que verlos morir en poco tiempo. El mismo que los entregó a Rosas también fue el portador de sus mensajes de despedida.

Nadie sabe cómo, la trenza de Camila O`Gorman, fue pasando de mano en mano a través de varias generaciones. Y ese, quizás el único objeto tangible que da prueba material del amor rebelde al orden de la época, descansa en una vitrina del Museo Histórico de Corrientes, la provincia en la que ella y Ladislao Gutiérrez habían elegido como refugio.

El video de Crónicas de Agua también contiene: Detalles sobre el rubio Berón de Astrada y el mercenario que lo desolló, y La Historia de las vírgenes intercambiadas entre Corrientes y Paraguay en tiempos de guerra civil.