Una correntina perdida en el Rin

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Fue duro llegar a Berlín. Nos pareció una ciudad distante, gris. Nos perdimos una de las exposiciones que más deseábamos ver: Joseph Beuys había cerrado un día antes.

Pero de a poco la ciudad se fue develando ante nuestros ojos, una vez que dejamos atrás nuestras expectativas, y permitimos que el viaje fuera un descubrimiento, no una construcción.

13 años después mi madre me propuso que la acompañara. Fue una oportunidad única. En ese tiempo estaba enojada con ella. Cosas de hijos. El viaje estableció una relación diferente. Descubrí una parte que no conocía tan a fondo: mi mamá es sumamente divertida.

Mi hermana Josefina se sumó a la partida y salimos hacia Frankfurt un 16 de agosto.

Una correntina perdida en el Rin

Llegamos a las 11, 10 del viernes 17 de agosto, con puntualidad doichte.

En el aeropuerto de Frankfurt nos recibieron Sven, el joven alto con cara de niño, y su madre Annette. Nuestro viaje cambió el rumbo. No iríamos al centro de Frankfurt sino a la casa de Sven en la pequeña y pintoresca Rodendorf. La familia estaba muy agradecida por los cuidados que le dispensó mi hermana a Sven en Corrientes durante sus seis meses de estadía. Querían llevarnos de paseo. Por supuesto, no podíamos negarnos. Hacerlo hubiera sido un desaire y la pérdida de una posibilidad única: conocer Alemania con la guía local. Aceptamos gustosas el cambio en nuestra agenda.

La mañana del 18 de agosto nos levantamos temprano. Desayunamos pan y una mermelada hecha en la casa. Qué diferentes saben los alimentos hechos con amor.

Una correntina perdida en el Rin

Anne y Sven nos llevaron a un pueblo cerca de Rüdesheim am Rhein en Hesse, a orillas del Rin. Unos 100 km al sur de Frankfurt. Nos sentimos dentro de un cuento medieval.

Las fachadas de las casas me recordaron las descripciones de Italo Calvino en Ciudades Invisibles.  Cada comercio tenía en su frente un símbolo que lo identificaba, estableciendo diferencias: el restaurante tenía una sartén, la panadería un palo de amasar o un pan…

 

Después de perdernos en las callecitas, subimos a las montañas, bajas, sembradas de vides (producen allí una uva blanca con la que se hace el vino riesling, típico de esa zona). Caminamos por unos senderos abiertos en medio de altas arboledas. La sombra era fresca y generosa en ese día de calor. Dice un folleto turístico: “El sol brilla casi 1800 horas al año. Por su clima mediterráneo, la región también es llamada la “Toscana alemana”. A veces los folletos no mienten.

Una correntina perdida en el Rin

Llegamos a un gran monumento llamado Germania, dedicado al pueblo alemán después del final de la Guerra Franco-Prusiana, hacia 1871. Este momento marcó el comienzo de la reconstrucción de la identidad de este pueblo tan orgulloso, según nos contó Annette.

LA CITA

  • El monumento, conocido como Niederwalddenkmal, es imponente. Mide 38 metros de altura y representa la unión de todos los alemanes. El lugar elegido para erigirlo es igualmente majestuoso: se encuentra en el borde del bosque, en la cima de la colina sobre Rüdesheim.

Luego descendimos en aerosilla y caminamos hacia la costa para tomar un barco que nos llevaría por el Rin. Esperamos 20 minutos bajo un sol que me recordó al de nuestra tierra: intenso y penetrante. El barco estaba atestado de gente. Subimos y tomamos una mesa cercana a la ventana para ver el paisaje. El aire estaba sofocante adentro.

Decidí subir a la cubierta para tomar unas fotos. En la cubierta corría viento y logré encontrar una silla cerca de la sombra. En esa parte, el Rin se encajona en las montañas y las orillas opuestas están muy cerca así que es muy fácil divisar las casas, torres, castillos y edificios en ambos márgenes. En una de esas torres fue devorado por las ratas un monje despreciado por su pueblo.

Una correntina perdida en el Rin

En un momento el barco se detuvo. Bajé para encontrarme con mamá, Josefina, Sven y Anette, pero no los vi. Había mucha gente en el muelle. Esperé suponiendo que bajaron. Cuando se disipó el gentío me di cuenta que seguían en el barco. Me quedé sola viendo como el barco se alejaba. Al principio me angustié, pero la angustia no duró mucho tiempo. Algo tenía que hacer. Me acerqué a la boletería e intenté explicarle l situación a la mujer que vendía los billetes, pero no hablaba inglés. Se acercó alguien que intentó ayudarme, aunque su inglés no era muy bueno (igual que el mío) y me dijo que lo mejor era esperar en el lugar donde había bajado. Ya vendrían por mí.

Pero yo no podía dejar las cosas así, simplemente esperar, entonces decidí hacer algo. Caminé por las calles cercanas al muelle. Busqué un teléfono pero no había cerca y no quería alejarme demasiado. Entonces me di cuenta de que no tenía el número de Sven, ni de Anne. En su casa no había nadie. Entré a un hotel, pedí ayuda y me prestaron el teléfono. Llamé a la casa de Josefina en Corrientes, para que Lucio se comunicara con Sven desde allá. Un intento desesperado, pero en ese momento fue lo único que se me ocurrió.

El teléfono sonó, sonó y sonó hasta que me atendió la voz de Josefina

  • “Esta es la casa de la familia Pérez Ruiz, en este momento no estamos, deje su mensaje”.

Una posibilidad menos, pensé. Revisé mi cartera: tenía mis documentos de viaje, dinero y la dirección del hotel en Frankfurt. En última instancia, llegaría al hotel y desde allí me comunicaría.

LA CITA

  • Pasaba el tiempo. Empezaba a caer la tarde. Regresé al muelle y un barco estaba partiendo. Miré con la esperanza de ver a Josefina o Sven, pero no vi nada familiar.

Pasaba el tiempo. Empezaba a caer la tarde. Regresé al muelle y un barco estaba partiendo. Miré con la esperanza de ver a Josefina o Sven, pero no vi nada familiar.

Una correntina perdida en el Rin

Esperé un poco más. El Rin se extendía frente a mí, silencioso. ¿Qué hacía yo ahí, en medio de una historia que no había jamás, imaginado?. Mientras tanto, la gente caminaba por la costa, indiferente a mis cavilaciones.

 

Confiar en que nada va a pasar y dejarse guiar sin más, tiene estos contratiempos. Uno no tiene el menor control sobre lo que está haciendo. Estaba sometida al azar de los acontecimientos.

Al rato vi acercarse a una embarcación más pequeña. Había gente en cubierta. Miré, pero aún estaba lejos y no distinguía los rostros. Hasta que finalmente la ví: Annete, con su remera azul y sus anteojos de sol miraba hacia el muelle. La saludé con la mano. Ella me contestó.

El barquito era un servicio público, por eso era más modesto. Me pareció una eternidad el tiempo que demoró en amarrarse al muelle.

Subí. Inmediatamente esa mujer alemana, que no sabía de mi existencia hasta hacía dos días, me abrazó casi con desesperación. Nos miramos, sin poder contener unas lágrimas. Con las pocas palabras del inglés que conozco alcancé a balbucear “Im so sorry. Anette”. Ella hizo un gesto y trató de explicarme que era su responsabilidad. Cuando subí a sacar fotos, ellos cambiaron la ubicación dentro del barco porque hacía mucho calor. No pudieron alertarme, y cuando bajé las escaleras y entré al salón donde debían estar, no los vi. Fue por eso que descendí. El resto ya lo saben.

Nos sentamos en el banco de madera y quedamos en un absoluto silencio que nos acompañó todo el trayecto de regreso. Pero ni el malentendido, ni el silencio, pudieron ocultar la belleza del momento. El sol caía sobre las laderas verdes, manchadas por casas y castillos, e iluminaba con sus colores de ámbar las aguas del Rin. Ese río que en la adolescencia marqué en los mapas, como un lugar muy lejano, y que se transformó, sin cálculo alguno, en el escenario de uno de los hechos más curiosos de ese viaje.