Transcurría la tarde como una de tantas otras. El reloj marcaba las 14:49. La casona de la calle Arroyo tenía su movimiento habitual.
El verano ya se iba en aquel caluroso 17 de marzo de 1992. Cada tanto los autos pasaban por allí, pero el “run run” de la Ciudad no era demasiado. Poco después del mediodía culminó una reunión cultural con un escritor israelí con medios de prensa. Algunos se fueron a almorzar, otros a reuniones en Retiro y la AMIA.
Un minuto después el estallido, la explosión y el silencio. Ese silencio que hoy, 28 años después, todavía nos interpela. Ese silencio que la Justicia mantiene vigente. Ese silencio que las familias de las víctimas y los sobrevivientes quieren romper, pero que aún no pueden, porque todavía les retumba el sonido de la bomba en sus cabezas, y la falta de justicia.
Ya 28 años pasaron del primer atentado terrorista que sufrió la Argentina: el ataque a la Embajada de Israel. Hoy, casi 3 décadas después, Jorge Cohen, sobreviviente convertido en testigo, quien por ese entonces desempeñaba funciones como encargado de prensa, habló en exclusiva con Crónicas de Agua sobre sus sensaciones en este nuevo aniversario, cómo el atentado cambió su vida, el proceso que tuvo que atravesar para hoy tomar una postura diferente y su recuerdo de aquel doloroso 17 de marzo.
Jorge Cohen, sobreviviente convertido en testigo, habló en exclusiva con Crónicas de Agua sobre sus sensaciones en este nuevo aniversario.
LA CITA
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La impunidad es una parte inseparable del atentado, que nació junto con el atentado, con la explosión, con el edificio de la Embajada volando por el aire y nosotros adentro.
Unos 28 años después, los asesinos siguen libres y Jorge se pregunta si alguna vez se cruzó con ellos por las calles de Buenos Aires.
A 28 años del atentado a la Embajada, ¿qué sensaciones tenés hoy, a tantos años y aún sin justicia?
Son 28 años de impunidad. De falta de justicia, que en este caso no merece escribirse con mayúscula o, mejor, que ni siquiera merece escribirse. Desde un punto de vista temporal, bien puede decirse que la impunidad es una parte inseparable del atentado, que nació junto con el atentado, con la explosión, con el edificio de la Embajada volando por el aire y nosotros adentro, aún hoy, adentro de esa habitación oscura, helada y sin ventanas, que es la falta de justicia. Una habitación parecida a la que debieran habitar para siempre los asesinos, que hace 28 años están libres, caminando acaso por las calles del centro de Buenos Aires, y me cruzo por calle con ellos, sin saber que son ellos, o estoy en la misma cafetería sin saberlo. Es una sensación extraña, rara, saber que eso puede haber sucedido o que sucederá.
– ¿Cómo eran tus días antes de aquel 17 de marzo?
Los que trabajábamos en la Embajada, y me permito usar el plural, éramos personas comunes, con actividades comunes: ir al supermercado, al cine, a la cancha, visitar a la familia. Vidas comunes, valiosas e irrepetibles. Ahora, con una mirada retrospectiva, observo que eran unos días extraordinariamente distintos a los que vinieron luego y más luego. Normales, sin una tragedia semejante.
– ¿A quiénes recordás cuando se acerca esta fecha?
Antes nada que a mis compañeros muertos. Pero no sólo cuando el 17 se acerca. Especialmente a Marcela y a Eliora, que las suelo citar: las vi segundos antes de que explotara la bomba. Otros compañeros tampoco salieron de los escombros. Mirta, que estaba contenta porque su hijo pasaba de año. David, que había llegado a nuestro país hacía poco tiempo. Beatriz y Graciela, ambas con su buen humor. Eli, que casi no hablaba castellano, mezclaba las palabras y nos hacía reír a todos. Zehava, atenta, de buenos modales. Raquel, que estuvo un mes internada en una clínica de Caballito y se murió al día siguiente de recuperar el conocimiento y poder hablar. Ese día estuve con ella en la clínica. También un recuerdo especial para el gran Carlos Susevich, a quien mi hija llamaba abuelo, que murió hace un poco más de un año sin saber quién había matado a Graciela y dejaba sin su mamá a sus tres nietos. Y una mención con doble subrayado para León Wasserman, quien seguramente leerá esta entrevista: dejó una buena parte de su salud y de sus bienes para que no hubiera olvido y para que la Plaza de la Memoria, él le puso ese nombre, en Arroyo y Suipacha, pudiera ser posible. Sin su intervención, hoy en esa esquina habría un apart hotel que taparía el cielo y el homenaje, y no ese lugar testimonio que tenemos en nuestra querida Ciudad. Siempre le estaré agradecido por su trabajo incansable para que la Plaza, que no es una plaza más, desde ya, fuera una realidad. La cesión de esa Plaza a la Ciudad conlleva la obligación del Gobierno de organizar cada año un acto recordatorio en ese lugar.
“Ahora, con una mirada retrospectiva, observo que eran unos días extraordinariamente distintos a los que vinieron luego y más luego. Normales, sin una tragedia semejante”, recuerda Jorge.
LA CITA
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“Este año, por la pandemia del coronavirus, el acto fue distinto: no hubo asistencia de público y se hizo en forma privada”
El recuerdo de los sobrevivientes mantiene vivos a quienes ya no están. Para Jorge, Marcela y Eliora siguen presentes en su memoria.
– ¿Cómo se vivía el día a día en lo que ese entonces era el edificio de la Embajada?
No era un edificio de oficinas, era una casona de estilo neo francés construido por un comitente particular para ser utilizada como una casa de familia, en el que era en los años 30 el Barrio Norte de la Ciudad. Nosotros, en esa línea, éramos en muchos sentidos una familia. Nos reuníamos en alguna casa, compartíamos cuestiones personales, hacíamos salidas grupales. En la Embajada cada uno cumplía con su trabajo, en ese ambiente de pisos de parqué lustrados, una escalera de mármol de Carrara, una sala de reuniones con moquete, jardín de invierno. En ese edificio nunca pensé que nos sucedería lo que nos sucedió.
– ¿Qué recuerdos tenés de aquel 17 de marzo?
Muchos. Era un día caluroso del verano que ya se iba. Llegué a media mañana y entré, como era habitual, por Arroyo 916. La otra entrada, Arroyo 910, era sólo para las recepciones con invitados. Había un grupo de personas en la vereda a la espera de que abriera el consulado. Saludé a dos de ellas, que conocía. Como era habitual no había demasiado tránsito ni se sentía el “run run” de la Ciudad pese a su cercanía con el centro, tenía una vida de barrio. Hubo dos reuniones, una de ellas de un escritor israelí con cronistas dedicados a temas culturales, que terminó cerca del mediodía. Algunas personas de la Embajada fueron a un almuerzo en la AMIA y otras a una reunión cerca, en Retiro. Cada uno siguió con su trabajo. A las tres menos cuarto hablé con Marcela y con Eliora. Lo cotidiano. Hasta las tres menos diez. Tres menos diez. Recuerdo el sonido de la explosión, corto, definitivo, que demolió el edificio de la Embajada con nosotros adentro. Después, el sonido de las sirenas, el polvo flotando, el olor a pólvora, la sangre en el cuerpo, la ambulancia que me llevaba al hospital y de la que me tiré porque no sabía quién la manejaba. La voz de Marcela y la de Eliora, segundos antes de la voladura, que vuelven. Sus caras, sus sonrisas.
– Obviamente tu vida cambió muchísimo, ¿cómo te marcó a vos el atentado y si esto fue mutando con el correr de los años?
Claro. La cuestión es qué hacer con el dolor. ¿Quién puede elegir el rol que ocupa durante una tragedia así? En la playa, cuando una ola empuja a un bañista lejos de la costa, no hay opciones. La ola no pregunta, no da opciones. Te arrastra. Hace unos años di un paso adelante, el de dejar de ser una víctima para ser un testigo. Entendí que hay que ofrecer un testimonio para mantener viva la memoria. Los muertos no pueden hacerlo. Ser testigo fue, reitero, un paso adelante. Me permitió salir de la trampa y caminar. No enfrenté a la bomba. Era inútil. No debo hacer frente a un fantasma. Me hice cargo de lo que pasó, lo acepté y sumé la tragedia a mi carga. Ese paso fue paralelo a la aparición de “Cuentos bajo los escombros” un libro que me costó mucho escribir porque tiene su historia vinculada con la tragedia. Marcela Droblas, mi compañera de trabajo, en sus horas de almuerzo pasaba esos textos a la computadora y los imprimía. Yo guardaba las hojas adentro de un sobre color madera. Marcela, como dije, no sobrevivió. Ese sobre sí. Apareció dos o tres meses después de la voladura. Se había salvado. Años después completé esos textos y los publiqué, con ese título, “Cuentos bajo los escombros”, con un prólogo de Nelson Castro y un epílogo en el que describo ese proceso de edición.
Marcela era una muchacha en la flor de la edad. Le gustaba viajar, ser buena amiga, intercambiar sus gustos musicales, apoyar a sus hermanos y amar.
LA CITA
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Se perdió de acompañar a sus padres, de formar un hogar, de conocer a sus sobrinos y de seguir siendo la entrañable persona que fue.
“Su ausencia dejó un enorme vacío en todos aquellos que la conocimos”, escribió la familia de Marcela Droblas en el vigésimo aniversario del atentado.
– Este año fue muy particular porque no se pudo realizar el acto como todos los años. ¿Te generó algo esta decisión más allá que es más que entendible por la situación que se está viviendo?
Este año el aniversario fue un martes, igual que en el ‘92. Y llovió. A las dos y media de la tarde llegué en Arroyo y Suipacha, bajo la lluvia mirando los árboles, las piedras mojadas, los autos que pasaban. Mirando el barrio, como lo hacía entonces. A las tres menos diez, sonaron largamente las campanas de la Iglesia Matter Admirabilis. Me emocioné otra vez. Un recuerdo a su párroco, el padre Brumana, asesinado a esa hora por los autores del atentado. Sentí esas campanadas como universales, como un homenaje a todos los caídos, como un reclamo de Justicia, como una marca estampada en esa esquina.
– Hoy una generación entera nació después del atentado, ¿qué te genera que tanta gente no esté empapada del tema y cómo se puede hacer para que el legado del reclamo de justicia continúe?
Algunas cosas se pueden hacer para que ese legado continúe: el espacio concedido a esta entrevista es uno de ellos; y hay una ley, la 27.417, que incorporó el 17 de marzo a las currículas de las escuelas primarias de todo el país.
– Si un joven que nació después de 1992 está leyendo esta nota, ¿qué le dirías?
Que lea sobre el atentado, que busque información. Mi hija nació varios años después, pero habla de mis compañeros muertos en la Embajada como si los hubiera conocido.